Afirmar que nuestro planeta se encuentra en una crisis ecológica resulta razonable si tomamos en cuenta como verdadero lo que nos dice la ciencia actual. Si el momento es crítico, entonces requiere de una atención especial, pero no sólo porque podría haber consecuencias irreversibles, sino también porque esta circunstancia presenta inmejorables oportunidades. Numerosas religiones y tradiciones místicas han reconocido la crisis como un momento de oportunidad de transformación: la muerte siempre contiene, latente, la posibilidad del renacimiento.
La transformación que podría ocurrir en este enfoque de la crisis ecológica como una oportunidad tiene que ver con la posibilidad de encontrar de manera global un sentido de pertenencia –una relación de interdependencia no sólo entre todos los seres humanos, sino entre todos los seres vivos–. En cierta forma esto podría estar ya sucediendo: la noción del cambio climático ha surgido en conjunto de la popularización de la teoría de Gaia, del biólogo James Lovelock, y de una forma de renacimiento cultural en el que la naturaleza juega un papel primordial como fuente de salud y creatividad. Al entender que nuestro ecosistema está amenazado descubrimos que nosotros también estamos amenazados, lo cual obviamente nos revela que vivimos en una matriz de interconexión biológica.
Todo indica que la amenaza del ecosistema es consecuencia de nuestro consumo inarmónico (poco sustentable) de energía. El uso de combustibles fósiles y pesticidas parece haber contaminado el medioambiente; la tala inmoderada y la extracción rapaz de recursos parece haber lastimado el balance natural de la biosfera. Uno puede ver esto solamente como el síntoma o como la expresión superficial de un problema más profundo: un desequilibrio energético en nuestra misma sociedad, en nuestros mismos cuerpos (individuales y colectivos). Este desequilibrio, entre otras cosas, podría tener que ver con un sentimiento de separación entre los seres humanos y la naturaleza.
Carline Savery, del movimiento Sust Enable, considera que el problema de la sustentabilidad es un problema espiritual:
Hoy tenemos problemas materiales sumamente reales, como la acidificación de los océanos y el calentamiento global, pero éstos son manifestaciones materiales de lo que es, en raíz, una crisis espiritual ejemplificada por la asunción persistente de que la naturaleza de la realidad es fundamentalmente objetiva y material.
Savery sugiere que esta crisis espiritual, que se precipita con consecuencias desastrosas, en gran medida se debe a que el ser humano se asume como un ser superior a la naturaleza –a todos los otros seres vivos–, lo cual le otorga la supuesta autoridad para explotar a voluntad los recursos naturales y concebir a la biosfera como su sirviente. Esto es el resultado de una concepción filosófica que concibe a la naturaleza como un ser inerte (“la naturaleza es muda”, escribió Jean-Paul Sartre), avalando en cierta forma su destrucción en beneficio del hombre.
Actualmente resulta evidente que la destrucción de la naturaleza (su explotación desmesurada) no resulta beneficiosa para el hombre, pero más allá de eso, la noción que Savery busca afianzar es que cualquier daño a la naturaleza es también un daño a la humanidad.
La espiritualidad tiene como fundamento una sensación de integración, de totalidad (en inglés, la palabra whole –completo– y la palabra health –salud– tienen la misma raíz.) Esa sensación de totalidad sólo puede alcanzarse a través de una comunión con todos los seres vivos. Es por ello que la espiritualidad moderna, al igual que la ecología, necesariamente requiere de una vinculación profunda entre el hombre y la naturaleza (en su conjunto pero, sobre todo, en cada uno de sus componentes: entre el ser humano y los árboles, plantas y animales con los que convive).