El desgaste que hemos provocado al planeta tierra es flagrante. Bastaron un par de siglos de relacionarnos insosteniblemente con sus recursos, para cultivar una posibilidad categórica: el colapso de nuestra especie por falta de condiciones para subsistir.
De entre todos los frentes obligados para atender la crisis climática, la capacidad que tengamos para acelerar el establecimiento de leyes y políticas públicas es decisivo. Sí, la presión social y las crecientes pruebas científicas son un buen “incentivo” para los gobiernos. Pero hasta que no haya voluntad política para activar marcos jurídicos que blinden los recursos naturales y obliguen a realizar un cambio radical en nuestros procesos productivos y estilos de vida, el futuro no luce bien.
El punto es que esto tiene que ocurrir pronto. A principios de este año, expertos advirtieron en una Asamblea General de las Naciones Unidas, que tenemos sólo 11 años para evitar un daño irreversible al clima. Esto implicaría pésimas noticias para la economía, la salud y, en general, las condiciones de vida de la población mundial. Vale la pena recordar que la crisis climática no es una abstracción distante, sino una fuerza que incide en básicamente todos los aspectos de nuestra existencia como especie.
Reconocer derechos legales a la naturaleza
Es paradójico e, incluso vergonzoso, que tengamos que crear leyes para proteger a la naturaleza de nosotros mismos. Se antojaría no haber llegado jamás a un punto de tal distanciamiento con ella. Pero la realidad es que si esperamos a que termine de permear una cultura sostenible (social, corporativa, alimentaria) que regenere la forma de relacionarnos con el entorno y revierta la inercia actual, hay buenas posibilidades de que sea demasiado tarde.
Entre los recursos legales que mayor efectividad han tenido está, por ejemplo, el reconocer la propiedad sobre su territorio a comunidades y grupos rurales para conservar dicha superficie, aunque existe uno particularmente interesante: declarar a la naturaleza como entidad con derechos legales.
El silogismo detrás de esta premisa es más o menos simple: si desde hace tiempo nos entregamos al antropocentrismo, y ahora necesitamos proteger a la naturaleza de nosotros mismos, entonces asignarle a la naturaleza los mismos derechos que a una persona, parece bastante coherente.
David Boyd, autor del libro The Rights of Nature (2017), lo resume de esta forma: “Somos seres humanos. Hacemos leyes. Tenemos la capacidad de reconocer derechos de lo que sea que queramos. Sólo es cuestión de determinar lo que es importante para nosotros”.
Casos de Ecuador y Bolivia
La historia legal de la naturaleza como entidad acreedora de derechos apenas supera una década. Uno de los primeros antecedentes se registró en el pueblo de Tamaqua, Pennsylvania, cuando un juez determinó que cualquier residente podía demandar a las corporaciones que desecharan residuos tóxicos en el medioambiente producto de su actividad minera.
Entre los países que han probado este recurso a nivel federal, el primer caso fue el de Ecuador, que en 2008 incluyó en su Constitución una serie de derechos inalienables para la naturaleza: “La naturaleza o Pacha Mama, donde se reproduce y realiza la vida, tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos” (Art 71).
Otro caso interesante es el de Bolivia, que en 2012 promulgó su Ley de la Madre Tierra y Desarrollo Integral para Vivir Bien. En esta se reconocen los “derechos de la Madre Tierra como sujeto colectivo de interés público” y su artículo primero advierte como objeto: “establecer la visión y los fundamentos del desarrollo integral en armonía y equilibrio con la Madre Tierra para Vivir Bien, garantizando la continuidad de la capacidad de regeneración de los componentes y sistemas de vida de la Madre Tierra”
Nueva Zelanda, Estados Unidos, Colombia, India y la posibilidad de un movimiento
Durante los últimos dos años se han registrado varios casos en los que se reconocen a los recursos naturales como acreedores directos de derechos. Tan sólo en 2017, los ríos Ganges y Yamuna, en la India, fueron sujetos de los mismos derechos legales que una persona (aunque luego se frenó). Ese mismo año, en Nueva Zelanda, se le otorgaron al río Whanganui derechos similares a los de todo ser humano: “Te Awa Tupua es un ser vivo indivisible y pleno que incluye el río Whanganui desde las montañas hasta el mar, incorporando todos sus elementos físicos y metafísicos”. Ya en 2018, la Suprema Corte de Justicia de Colombia sentenció que a partir de ese momento la selva tendría los mismos derechos que una persona.
Ese mismo año, en Minnesota y gracias a la intervención de los ojibwes, se reconocieron los derechos de manoomin, o el arroz salvaje, de “prosperar, regenerarse y evolucionar”. Es decir, se logró que una premisa esencial en las creencias de ese grupo social se materializara en el marco jurídico, o como lo explica Casey Camp-Horinek, matriarca de los ponca y ambientalista, este movimiento legal pronatural “sencillamente reconoce lo que los grupos indígenas han sostenido desde siempre: el ciclo natural de la vida pertenece a todos los seres vivos y no sólo a los seres humanos”.
Políticas públicas y la no exclusión entre conservación y desarrollo social
El reconocimiento de los derechos de la naturaleza no es suficiente y, en realidad, tiene un carácter sobre todo simbólico mientras no esté acompañado de la voluntad política necesaria. Aquí nos referimos a la disposición real de orientar decisiones, presupuestos y, en general, una serie de políticas públicas que garanticen la conservación de los recursos y el cuidado del medioambiente, así como la valía de las leyes relacionadas que se determinen.
Otro aspecto crucial radica en un cambio de paradigma, por cierto asociado a una noción caduca: nuestro mito del progreso. En muchos casos se sigue confrontando a dos fuerzas esenciales de la realidad humana: la urgencia por establecer una ruta de desarrollo social que provea una vida más justa y digna para todos, y la urgencia de proteger al medioambiente de la actividad humana, asegurando formas sostenibles de interactuar con los recursos naturales.
Un ejemplo de lo anterior es el caso de la propia Bolivia, que si bien se pronuncia por los derechos de la Madre Tierra, también, por ejemplo, en su constitución, el artículo 355 dice que la “industrialización y comercialización de los recursos naturales será prioridad del Estado”. Es decir que, más allá de la relativa aunque poética vaguedad de su Ley de la Madre Tierra, tenemos que ser muy cuidadosos de no confrontar como fuerzas excluyentes el desarrollo de los pueblos y el cuidado medioambiental.
El caso México y el medioambiente
Actualmente, México es un ejemplo fiel de culto al viejo paradigma. A poco más de medio año de que el nuevo gobierno tomó las riendas del país, éste ha demostrado, creo, un genuino interés por los grupos menos favorecidos de la población. Pero también ha evidenciado un arraigo anacrónico a viejas premisas de desarrollo.
Su desconcertante postura frente a cuestiones medioambientales, nos remite a ese vicio de confrontar el bienestar social y el medioambiental. Su apuesta por un corredor industrial que incluye un canal de comercio, el Tren maya e hidrocarburos o, por ejemplo, su obsesión en una nueva refinería, todo bajo la justificación de traer desarrollo y oportunidades para los habitantes de dichas regiones, así lo demuestra.
Nuevas narrativas para redefinir nuestra relación con la naturaleza y el medioambiente
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Terje Abusdal
A reserva de analizar los efectos medibles que han propiciado recursos legales como los recién descritos, una premisa valiosa dentro de esta tendencia tiene que ver con la narrativa. Es decir, oficializar ciertas nociones o términos en leyes y constituciones, aporta insumos inéditos a la narrativa contemporánea, mismos que hasta hace no mucho habrían sido impensables.
Obviamente se trata de una óptica que ha sido promovida por cosmovisiones indigenas y filosofías de grupos ancestrales, pero el hecho de que ya se incorporen en un marco legal sugiere una evolución en el entendimiento de nuestra relación con el entorno natural y sus recursos y en la forma de narrar nuestra realidad.