La luz es un haz de partículas itinerantes. Viajan a un ritmo tal que representan el límite de la velocidad: la medida científica para las distancias y los tiempos cósmicos –impensables e intransitables– que se conoce como la velocidad de la luz.
Pero la luz no es sólo tiempo, espacio o energía. Es lenguaje.
Cuando pensamos en formas de expresión nos vienen a la mente palabras o símbolos, pero existen otras formas de transmitir mensajes; algunas ciertamente inesperadas y luminosas, como lo es la luz: un lenguaje que ostenta gran riqueza gramática y tiene posibilidades más vastas que cualquier otra lengua en la que se quiera pensar.
La luz, como palabra o energía, recorre la oscuridad del cosmos y centellea en el fondo del océano. Es la lengua de las estrellas, que nos llega millones de años tarde porque se traslada desde grandes distancias. Estos mensajes, por cierto, son algo funestos, pues podrían estar siendo recibidos cuando el emisor ya está muerto.
En otro mundo, diametralmente opuesto al cosmos, la luz es el lenguaje de tétricas criaturas, habitantes del océano profundo. En este hábitat indómito, que paradójicamente luce más extra-terrestre que subacuático, la luz emite mensajes de vida, muerte y amor. Se le llama bioluminiscencia: un brillo que no es usado para recorrer las tinieblas del fondo del mar, sino para comunicar mensajes muy concretos. La bioluminiscencia como lenguaje es una asombrosa adaptación química, comparable a la evolución de nuestro aparato fonador, y que hace posible que estas criaturas produzcan energía con sus cuerpos.
Para que la mágica reacción bioluminiscente ocurra las especies deben albergar la luciferina, una molécula que, al oxidarse, produce luz.
Esta luz, o bioluminiscencia, es el único lenguaje posible en el océano profundo, donde puede simbolizar una calurosa bienvenida o una amenaza mortal. Aparece también en forma de sustancias tóxicas, como la que lanzan algunos camarones para paralizar a sus predadores. O bien, puede emitirse durante el cortejo, como hacen algunos crustáceos en época de apareamiento.
La luz es el lenguaje más común; ningún otro es emitido por más criaturas en el mundo, ya que también lo usan las criaturas marinas en la superficie, incluida una especie de tortuga.
Así que el lenguaje bioluminiscente es incluso más vasto que el nuestro. A decir de una apasionada de la bioluminiscencia –y pionera en filmar el centelleante mundo subacuático–, Edith Widder:
hay un lenguaje de luz en el océano profundo, y apenas estamos comenzando a entenderlo.
Existen cientos de reacciones luminiscentes en las criaturas del océano profundo que aún no entendemos. Pulsos misteriosos, péndulos centelleantes y un cúmulo de mensajes que quizá jamás podremos decodificar, pero que indudablemente nos muestran cuán poco sabemos del lenguaje. Y cuán poco sabemos, por ende, de otros mundos.