La huella de carbono de la IA dejó de ser una advertencia futurista y se convirtió en un dato incómodo del presente. En 2025, estudios científicos revelan que los centros de datos que sostienen la inteligencia artificial ya generan emisiones comparables a las de una ciudad entera. Lo que parece intangible (chats, imágenes, respuestas automáticas) tiene un costo físico muy real en energía, agua y CO₂. Entender el impacto ambiental de la IA ya no es opcional: es parte de la conversación sobre clima, tecnología y futuro que define a nuestra generación.
La huella de carbono de la inteligencia artificial
La huella de carbono de la IA en 2025 se estima entre 32 y 80 millones de toneladas de CO₂ al año, una cifra similar a las emisiones anuales de Nueva York. No se trata de todos los centros de datos, sino específicamente de los sistemas que operan modelos de inteligencia artificial generativa. Este dato marca un antes y un después: la IA ya no es solo software, es infraestructura pesada con consecuencias ambientales claras.

Buena parte de estas emisiones proviene de la electricidad necesaria para mantener servidores funcionando 24/7. La Agencia Internacional de Energía estima que los sistemas de IA ya consumen cerca del 50% de toda la energía usada por centros de datos, y la demanda sigue creciendo a un ritmo que las energías limpias aún no logran alcanzar.
El consumo de agua que casi nadie menciona
Si el CO₂ preocupa, el consumo de agua de la IA resulta todavía más impactante. Para enfriar servidores y procesadores de alto rendimiento, los centros de datos utilizan cantidades gigantescas de agua. En 2025, esta cifra podría llegar a más de 700 mil millones de litros al año, superando el consumo global de agua embotellada.
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Lo inquietante es que este uso hídrico suele quedar fuera del debate público. La IA también bebe agua, y lo hace en un planeta donde muchas regiones ya enfrentan estrés hídrico. En zonas con redes eléctricas inestables, incluso se recurre a generadores diésel, aumentando todavía más el impacto ambiental.
La IA no contamina cuando se entrena, sino cuando la usamos
Uno de los datos más reveladores es que el mayor costo ambiental no ocurre al crear un modelo, sino al usarlo. La llamada inferencia (cada pregunta, imagen generada o texto resumido) representa cerca del 90% del consumo energético total de un sistema de IA. En otras palabras, el impacto crece con cada uso cotidiano.

Esto cambia por completo la narrativa. La huella de carbono de la IA no depende solo de grandes empresas, sino del uso masivo y constante. La suma de millones de interacciones diarias convierte algo aparentemente trivial en un problema acumulativo de escala global.
Opacidad tecnológica y un problema que apenas empieza
Otro punto clave es la falta de transparencia. Muchas empresas tecnológicas no separan el impacto ambiental de la IA del resto de sus operaciones, lo que obliga a los investigadores a trabajar con estimaciones conservadoras. Esto significa que las cifras reales podrían ser mayores.

Además, el crecimiento no se detiene. Nuevos centros de datos, modelos más grandes y una adopción acelerada sugieren que el impacto ambiental de la IA seguirá aumentando si no hay cambios estructurales. El progreso tecnológico avanza más rápido que las soluciones ambientales, y esa brecha es cada vez más visible.

La huella de carbono de la IA confirma algo esencial: la tecnología que usamos a diario tiene un peso real sobre el planeta. La inteligencia artificial ya no es etérea ni invisible; consume energía, agua y recursos a una escala comparable con grandes ciudades. Entender este impacto no significa rechazar la IA, sino usarla con mayor conciencia y exigir transparencia a quienes la desarrollan. La pregunta ya no es si la IA afecta al medio ambiente, sino qué estamos dispuestos a hacer ahora que lo sabemos.




