En una ocasión, el músico de vanguardia John Cage decidió visitar la cámara anecóica de la Universidad de Harvard en busca del silencio absoluto. Una cámara anecóica es una sala construida de tal forma que impide que cualquier sonido entre, salga y se propague por el espacio.
Sin embargo, cuando estuvo dentro, Cage se percató de que estaba acompañado de dos sonidos: uno agudo y uno grave. Al salir, se lo comentó al operador de la cámara. Su respuesta fue que el sonido agudo corresponde al funcionamiento de su propio sistema nervioso; mientras que el sonido bajo era el fluir de su sangre, el propio sistema circulatorio del músico.
Luego de esta experiencia, en 1951, Cage proclamaría que “el silencio no existe”, pues de una u otra forma, nuestra capacidad de escuchar ni siquiera puede evadirse del propio funcionamiento del cuerpo. Por ello, después de esa experiencia, en 1952 Cage concibió su obra más famosa: 4’33”, 4 minutos y 33 segundos en que un músico permanece en silencio en la sala, mientras los espectadores (a menudo atónitos, aburridos o confundidos) escuchan el ruido de la sala y el clamor de su propio interior.
Así pues, el silencio no puede ser definido simplemente como la ausencia de ruido, porque llevamos el “ruido” con nosotros adondequiera que vayamos, desde el momento de nacer hasta la muerte, desde un punto de vista físico tanto como espiritual.
¿Cómo encontrar, pues, los beneficios terapéuticos y creativos del silencio, que tanta gente ha celebrado?
Diversos estudios han afirmado que el silencio permite regenerar las conexiones neuronales, desarrolla la creatividad, reduce el estrés y la tensión y renueva los procesos cognitivos. Es posible que cuando hablamos de “silencio” no estemos refiriéndonos necesariamente a un fenómeno acústico tanto como a un estado sensorial de atención vacía, lo que puede parecer una paradoja a simple vista (o simple escucha). Incluso, algunas formas de meditación enfatizan la importancia de buscar el silencio dentro de nosotros mismos, poniendo un alto al “ruido” que llevamos en nuestro interior, constituido por emociones negativas, así como por las expectativas y presiones propias de la vida.
Hoy en día existe toda una “industria del silencio”, dedicada a la promoción de cámaras de aislamiento sensorial, de audífonos aislantes y de costosos viajes a las zonas más apartadas de las ciudades, allí donde los que pueden pagarlo tienen un lejano atisbo de un mundo silencioso.
Dado que, según la Organización Mundial de la Salud, alrededor de 340 millones de personas sufren de padecimientos y enfermedades asociadas al exceso de ruido en las zonas urbanas, parece una cuestión de primera necesidad garantizar al menos una temporada de silencio cada poco tiempo. ¿Pero cuánto silencio necesitamos para recuperar la salud y aprender a “escuchar” el flujo de la vida desde una perspectiva más sana?
Tours de silencio
Robert Twigger es un poeta, escritor y explorador británico, cuyo matrimonio con una mujer egipcia lo llevó a recorrer el desierto del Sahara en numerosas ocasiones, y encontró ahí algo capaz de transformarse en una curiosa aventura de negocios. Junto con su amigo Richard Mohun, comenzaron a ofrecer excursiones al desierto sin otro fin que el de permitir a los exploradores atestiguar el silencio de las dunas ardientes.
Sin embargo, el precio de la excursión no es barato: $2,400 dólares por 14 días en camello, viviendo a la manera de los beduinos, con noches y días en temperaturas extremas, todo para tener un atisbo de ese bien tan preciado, tan intangible, que en las ciudades ha desaparecido casi por completo, diluido en el murmullo incesante de personas y vehículos automotores.
A diferencia de los retiros budistas de silencio (Vipassana), las excursiones de Twigger al desierto se rigen solamente por la disciplina de este último. La ruta a cubrir es de una extensión similar al tamaño de Inglaterra, más de 114,000 kilómetros cuadrados, y en ocasiones las expediciones duran casi 1 mes.
Pero para responder la pregunta que planteamos líneas arriba (“¿cuánto silencio necesita una persona?”), Twigger tiene una poética respuesta:
Te puedes volver codicioso, adicto [al silencio]… El ruido continuo produce estrés crónico. Las hormonas del estrés se convierten en una compañía constante, circulando día y noche, acabando con tu corazón. Debe de ser por eso que los primeros días en el desierto parecen tan maravillosamente rejuvenecedores. He visto a un hombre anciano –un cirujano de corazones, como coincidencia— pasar de temblequear alrededor del campamento a correr a zancadas entre la orilla de las dunas y los acantilados rocosos. Ese es el poder del silencio.
Sin importar si buscas tu “dosis” de silencio en un jardín, en tus audífonos aislantes, en el desierto o en los confines helados de Finlandia (otro socorrido destino para los turistas del silencio), experimentar la inmensidad del silencio lleva inevitablemente a experimentar la inmensidad de tu propia alma, mente, espíritu o como decidas llamarlo.
Tal vez para experimentar algo parecido a un silencio espiritual necesitamos vaciarnos de nosotros mismos, más que alejarnos de la civilización. Reencontrar esa atención a la inmensidad que nos constituye, y que al igual que el ruido “interno”, también llevamos con nosotros adondequiera que vamos.