¿Quién no ha sentido aversión hacia lo diferente? Todo lo que es ajeno nos asusta, y hace que se activen en nuestro cerebro los más primitivos instintos de supervivencia. Por supuesto, no hay una justificación meramente neurológica para el racismo, la xenofobia, el machismo o cualquier tipo de supuesta superioridad étnica, de estatus o de género.
Pero nuestro cerebro sí es un productor de odio.
…O por lo menos, de lo que conocemos como odio. Porque los animales saben de agresión, pero no lo racionalizan como “odio”. Pero más allá de semánticas, para la humanidad esta cuestión es en realidad muy antigua; primitiva, incluso. Porque el odio no es sino el producto de la división entre un “ellos” y un “nosotros”; es decir, antagonismos que incluso existen en el reino animal.
El odio es una especie de programación en nuestro cerebro, que se activa cuando nos sentimos amenazados por “ellos”.

Ilustración: Daniel Zender
Muchos estudios han demostrado la manera tan efectiva como funciona el odio en el cerebro. Por ejemplo, al mostrarle a personas de una raza la fotografía de personas de otra raza, la amígdala –la parte del cerebro que activa el miedo, la ansiedad y la agresión– se ilumina más intensamente que cuando se le presenta a los participantes fotografías de individuos de su misma raza.
De igual manera se ha comprobado que la hormona oxitocina, encargada de activar la confianza y la generosidad en las personas, actúa de forma opuesta ante los grupos ajenos al propio. A su vez, todo esto se activa a partir de señales que manda lo que algunos científicos han llamado el “circuito del odio”: una región del cerebro que se ilumina cuando experimentamos aversión, y que involucra al giro frontal medial, el putamen, la corteza insular y la corteza premotora.
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Todas estas áreas están encargadas de regular nuestro comportamiento, como la corteza premotora, que además controla la acción de los músculos del tronco. Es decir que el odio en el cerebro puede conducir a su vez a una reacción corporal, ya sea de ataque o de defensa.
Pero el odio es una mediación tan necesaria como el amor, y ocurre en las mismas áreas.

Ilustración: Tomasz walenta
Lo curioso es que el amor y el odio también están relacionados a nivel neurológico. El putamen y la corteza insular, según han probado diversos estudios hechos con imágenes de resonancia magnética (IRM), también se iluminan cuando experimentamos emociones de amor romántico.
Así que, aunque hay cosas que parecen opuestos irremediables, todo parece ser cuestión más bien de equilibrio y plenitud. El odio es, en parte, una respuesta automática e inconsciente de todo nuestro organismo. Pero tiene su lado positivo: sentirlo puede ser señal de que queremos defender o proteger a nuestra comunidad.
Sin odio, ni siquiera podríamos sentir su aparente contrario: el amor. E incluso podemos odiar relativamente a quien amamos, en contextos muy concretos, pues el putamen es un área que se activa también cuando sentimos disgusto.
Experimentar todas estas emociones de manera contradictoria es inevitable. Así somos los seres humanos. La cuestión es, pensando el odio filosóficamente, cómo lo llevamos de ser una emoción negativa a ser una mediación positiva entre el “nosotros” y el “ellos”. Porque la diferencia es constitutiva de toda identidad, y la identidad da coherencia a la propia vida.
Por lo tanto, el antagonismo –o el odio– son necesarios si pensamos en la pluralidad inherente a la naturaleza y a las colectividades. Pero el odio no tendría que ser disruptivo, sino canalizarse para fortalecer los atributos de lo singular y la identidad sin aniquilar lo otro.
Entonces, ¿podemos evolucionar el odio? Parece algo que habría que hacer, si queremos transformar nuestras sociedades.