Los tipos de cultivos se dividen en tres: antiguos (también llamados “herencia”), híbridos y organismos genéticamente modificados (OGM). El debate que desde 1994 genera tensiones entre las compañías transnacionales y los grupos de protección ambiental y además constriñe la agenda de políticas de agricultura está dividido entre los que quieren promover el uso de semillas antiguas o tradicionales (mejoradas a lo largo del tiempo por la selección natural) y los que buscan legislaciones para permitir que los cultivos transgénicos no sólo sean utilizados, sino que ni siquiera se le informe a los consumidores cuando los productos provienen de los mismos.
La importancia de marcar claramente si una manzana es orgánica u OGM (fuera de cosas como la salud y la herencia biológica, además de la estabilidad genética de los cultivos de nuestros alimentos) para los consumidores es una lucha por la libertad de elección.
Las semillas híbridas, por su parte, han sido usadas tradicionalmente durante miles de años por los agricultores para unificar las características de dos cultivos tradicionales apresurando, por ejemplo, la temporada de la cosecha o haciéndolos más fuertes contra plagas, etc. Luego de algunas generaciones, los híbridos suelen volver a presentar las características dominantes de alguna de las variedades originales.
Por otra parte, las semillas de los OGM son producidas directamente en laboratorios. Se les aplican insecticidas y su material genético es modificado de manera irreversible. En una palabra, se trata de plantas que no existen como tal en la naturaleza y que, por lo tanto, presentan riesgos para la biosfera que no somos capaces de prever.
Se estima que entre el 85% y el 95% de los cultivos más importantes en la actualidad son OGM, incluidos el maíz, el azúcar, la soya, la canola y el algodón. Al menos uno de ellos se encuentra presente en cualquier comida procesada. Algunas marcas de comida etiquetan sus productos como “orgánicos” o “no-GMO”, pero desde la comida procesada hasta los aderezos para ensalada, virtualmente todos los productos actuales contienen OGM en alguna medida. El problema de la biodiversidad se vuelve un problema político cuando los consumidores no saben o no tienen la libertad de decidir si quieren consumir OGM o no.
Los defensores de los OGM afirman que los genes añadidos (como antibacteriales y pesticidas) son destruidos en nuestro sistema digestivo, lo cual es incorrecto. Estos genes se almacenan en nuestro sistema digestivo haciendo mella en nuestro sistema inmune, incrementando la infertilidad, acelerando la vejez y contribuyendo a generar enfermedades crónicas que algunos estudios han asociado al aumento de la mortandad infantil, los defectos de nacimiento y el cáncer.
La evolución de los cultivos ha seguido una línea paralela a la de nuestra capacidad para digerirlos. Para empresas como Monsanto, la evolución simplemente es un asunto menor. En una reciente declaración, la compañía (una de las más grandes productoras de OGM) afirmó: “No hay necesidad de probar la seguridad de la comida con OGM. Mientras la proteína modificada sea segura, la comida de los cultivos OGM es sustancialmente equivalente y no representa riesgos para la salud”. Con base en esto, recientemente se aprobó una ley que vuelve innecesario que los productores de comida etiqueten sus productos como orgánicos o GMO, pero la hipótesis en que se basa es falsa.
Desde hace 70 años se creía en la hipótesis de que un gen producía una sola proteína. En 2002, el Proyecto Genoma Humano demostró que esto es incorrecto. Hoy sabemos que cualquier gen puede generar más de una proteína y que insertar aleatoriamente un gen en una planta eventualmente crea proteínas en bruto, algunas de las cuales pueden provocar alergias o ser tóxicas para el consumo humano.
En estos momentos 13 nuevos OGM esperan su aprobación por parte de las autoridades sanitarias de Estados Unidos. Al mismo tiempo, la Administración de Drogas y Alimentos de EEUU (Food and Drug Administration, o FDA, por sus siglas en inglés) aprobará próximamente el salmón genéticamente modificado de la compañía AquaBounty, el primer animal OGM (sin la etiqueta correspondiente) para venta en los supermercados. El organismo ha rechazado las objeciones y cartas de cientos de ciudadanos y asociaciones preocupados por lo que consumen.
El problema para etiquetar los OGM es que hay un negocio millonario en juego. El Congreso de EEUU continúa protegiendo los intereses corporativos a costa de la salud de la gente, de la diversidad de cultivos orgánicos y del ecosistema en general. En casi 10 años de uso, ninguna promesa de estas empresas se ha cumplido: los cultivos de OGM son menos productivos que los cultivos tradicionales; han incrementado el uso de pesticidas en lugar de disminuirlo, y han fallado en su promesa de resolver el hambre mundial.
Etiquetar apropiadamente la comida que contiene OGM es un requisito en la Unión Europea, China, Rusia, Australia, Japón y 64 países más en el mundo. Una simple etiqueta que nos informe qué estamos introduciendo en nuestro organismo es un derecho, no una opción. Por sí misma, la etiqueta no solucionará el uso inmoderado de los OGM y sus consecuencias para el medioambiente, pero en nuestros días, la información es un derecho que debemos defender.