Aunque ancladas a los suelos, las plantas toman vida de formas extraordinarias. Para Aristóteles se trataban únicamente de “almas vegetativas”, es decir, entes dispuestos a crecer y reproducirse sin ningún otro propósito. En cambio, para Nietzsche las plantas eran almas inspiradoras de vida.
Existentes y hundidos en el caos de las decisiones humanas, Friedrich Nietzsche consideraba que las personas teníamos que aprender de las plantas; observarlas, escucharlas y sentirlas. Aprehenderlas como musas de la resiliencia que a través de un suelo inhóspito logran resucitar en medio de una luz nueva.
Pero, este no fue un pensamiento arbitrario y sin fundamento. Nietzsche usaba a la naturaleza como combustible, subía a las montañas para respirar su aire, asimismo conectaba con su agua y con un espacio libre y abierto.
Nietzsche como las plantas, vivir para experimentar
Desde este sentido, el filósofo descubrió que tal como las plantas necesitan de aire, espacio y agua…los seres humanos también. No vivimos la vida desde el sentido de Aristóteles -como seres vegetales e inmutables-, sino que queremos transformarnos, crecer, alimentar nuestra alma y encontrar nuestro lugar.
“Vivir es mucho más que sobrevivir”, apuntaba Nietzsche y lejos de permanecer como un vegetal, los seres humanos deben exteriorizar sus deseos, crecer y convertirse en el mejor ser que puedan habitar.
Incluso, las plantas son capaces de reconocer sus límites. Es este conjunto lo que Nietzsche consideró “la creencia primordial”. Hasta cierto punto, el filósofo creía que la belleza y misterio que rodea a la naturaleza se encuentra también en los seres humanos.
Somos una extensión del universo, del planeta y de sus creaciones. Aunque se perciba que vivimos en un mundo de caos, todos tenemos la esencia natural para ir más allá. Es justo en las plantas y otros seres que descubrimos la inspiración para vivir y no simplemente sobrevivir.