* por: Claudia Elvira Romero Herrera
Mando que a cien pasos de dicha acequia no haya rastro ni carnicería y que en el distrito de doscientos no se echen despojos el ganado que se matare ni se lave cosa alguna en este género, ni ropa ni ninguna parte de dicha acequia (…) que junto a las alcantarillas no se hagan muladares y se quiten los que hay.
(Reparto del Río Querétaro 1654)
El siglo XVIII llegó a la ciudad de Santiago de Querétaro arrastrando un dilema de finales del siglo anterior: quitar o dejar las fuentes de contaminación de Río Blanco. 40 años antes, el repartimiento virreinal de las aguas ya estipulaba medidas de cuidado, imponiendo penas monetarias y corporales a quienes las desacataban. Todos los usuarios tenían la obligación de construir obras para contener o desviar aguas contaminadas y los talleres textiles debían colocarse al final de todo el sistema de reparto. Antes, las comunidades precoloniales ya limitaban la entrada de animales en los ojos de agua o la instalación de cultivos en sus márgenes para impedir suciedad.
Los dueños de obrajes, principales causantes de la contaminación, enfrentaron en 1700 un ultimátum basado en el cúmulo de quejas de los habitantes: dejar de contaminar o pagar. Tras años de discutir las alternativas, el Ayuntamiento, compuesto en buena medida por obrajeros, decidió encomendar la conducción artificial de aguas desde el pueblo de La Cañada a varios comisionados, entre ellos el famoso Marqués de la Villa del Villar. La obra se financió por éste, el clero, los pobladores y los obrajeros. Se previó que estos últimos fueran los que contribuyesen en un mayor porcentaje. No obstante, pese a la presión ejercida por el entonces virrey con estudios que certificaban el daño provocado por sus actividades, se negaron, se resistieron e incumplieron los acuerdos.
Con el acueducto de cal y canto, uno de los íconos queretanos más representativos, se asentó de una decisión sobre el destino del río y de la ciudad entera: por arriba las aguas limpias, por abajo las aguas sucias.
Igual que muchas otras urbes mexicanas del periodo virreinal, los grandes cuerpos de agua fueron considerados un elemento indeseable o desdeñable. No muy lejos de Querétaro, desde 1521 habían empezado a desecarse los 45 ríos y cinco grandes lagos de Tenochtitlán, transformando una comunidad comunicada por canales y sostenida por agroecosistemas que procuraron llevar la tierra al agua, en una urbe de avenidas asentada sobre ríos, empeñada en transportar el agua a la tierra. Hoy, una de las más insostenibles del mundo, altamente vulnerable a los sismos y con dependencia de acuíferos cada vez más lejanos.
En todos los rincones del siglo XXI las sociedades están apostando por revertir el error histórico de desecar, desviar y entubar las aguas. En parte porque la naturaleza no deja de demostrar que éstas siempre vuelven a su cauce, como lo prueban las inundaciones en la Ciudad de México o el retorno del río Santa Catarina en Monterrey después del huracán Alex. En parte, también, porque va recuperándose la conciencia sobre la inevitable interdependencia entre el ser humano y el ecosistema al que pertenece.
El olvido del origen del problema del río queretano acuñó y refuerza todavía hoy un falso discurso de escasez de agua, cuando en realidad lo que ha escaseado es el agua superficial, o bien, el agua libre de contaminantes. El acuífero de Querétaro, extendido en 460 kilómetros cuadrados de subsuelo del valle, ha sido juzgado injustamente por el caudal superficial de su río de temporal, cuando la fertilidad de sus tierras siempre habló de la fertilidad de sus mantos. Fertilidad sobre la que dan fe crónicas antiguas, investigaciones recientes y la abundancia que, todavía hoy, sostiene múltiples formas de vida.
Ayer, el río Blanco era punto de partida del sistema de conducción de aguas que regaba las huertas por las que pasaban los 5 kilómetros de acequias, que se extendieron 2 siglos después a 62 kilómetros que alimentaban también a la irrigación y la industria. Hoy, el río Querétaro, cuyo caudal regular fue progresivamente disminuido desde mediados del siglo XX, todavía se une junto con los ríos de El Pueblito y de Juriquilla al río Apaseo para desembocar en el Lerma. Desde la fundación de la ciudad ha recibido contaminantes sin dejar, por ello, de dar los beneficios ecosistémicos que, aunque turbio en su color y fétido en su olor, sigue dando todavía.
Si se hace un recuento de fuentes de contaminación, no hay punto que se salve. Los rastros que vertían desechos de las reses en la acequia principal en 1600 hoy corresponden a las rancherías de zonas ganaderas en el municipio de El Marqués, los vertederos de obrajes de 1700 se convirtieron en los residuos de las fábricas textiles del siglo XIX y hoy son aguas residuales de los parques industriales, y los desagües del antiguo sistema de aguas siguen siendo desagües domésticos tanto de viejas colonias como de nuevos fraccionamientos. Las leyes, existentes hoy igual que entonces, siguen sin cumplirse.
Pese a los intentos de rescate y conservación del río Querétaro que se han hecho en el pasado, hasta ahora ningún gobierno ha podido ni garantizar su protección ni lograr su recuperación, en parte justificándose en la complejidad de operar las esferas de competencia. Autoridades municipales y estatales “se echan la bolita”, cuando no se escudan en la jurisdicción federal, haciendo difícil que las denuncias sobre descargas en diferentes puntos de la ciudad se conviertan en sanciones.
Iniciativas ciudadanas de rescate del río emergen hoy como ya se ha visto antes. La pregunta obligada es: ¿qué ha faltado? ¿Hasta dónde puede llegar el esfuerzo ciudadano? ¿Tenemos los procedimientos y herramientas para limpiar? ¿Debería hacerlo el gobierno? ¿Cómo asumir la corresponsabilidad sin provocar deslinde de responsabilidades? ¿Basta limpiarlo si se seguirá ensuciando?, si persisten las descargas de agua sucia, si se limpia sólo a la altura de un tramo. ¿Cómo hacer también para quitar las fuentes de contaminación?
¿De qué ha dependido la recuperación de ríos como el Cheonggyecheon de Seúl, el Tajo de Lisboa o el Támesis de Londres? ¿Qué puede aprender Querétaro de sus muchas experiencias de fracaso para sanear un acuífero que lleva, no décadas sino siglos de silenciosa resistencia? ¿Es posible realmente rescatarlo?
Un conocido español me contaba con mucho orgullo cómo como población y gobierno habían logrado rescatar el río de su ciudad natal sumando grandes esfuerzos por un interés común. Comentando a un amigo francés que en México los intentos no se lograban debido a la falta de voluntad política, éste me respondió que “de haber faltado voluntad hace mucho que las cosas se habrían cambiado”. “Hay que llamar al lobo por su nombre. Lo que hay son intereses”.
Me pregunto si el interés por una cosa genera un desinterés por otra, como por ejemplo, evitar un costo asociado a los métodos de tratamiento, conservar un modo de producción, un modo de vida o una comodidad sobre eso que, una vez usado, es indeseable en mi perímetro pero se vuelve irrelevante en el de los demás. Me pregunto si es parte del hilo de reflexión autocrítica que le ha estado faltando a nuestras buenas intenciones.
Hay quienes miran con asco “el canal” de “puras aguas negras” que “no sabían que era un río”. El mismo en el que los todavía rivereños de distintos puntos de la ciudad recuerdan haberse bañado y lavado ropa hace no más de 20 años, donde nadaban patos hace no más de 6. Ellas mismas nos recuerdan que al mirar el agua que corre por la ciudad subyacen simultáneamente percepciones distintas, saltando en una misma conversación las frases “Yo creo que lo podríamos ver ya como canal, sus fuentes ya no son de agua limpia, es más un foco de infección” o “Los árboles, ¿quién los riega? Nadie, y siempre están frondosos”.
Para salvar al río hay que asumir que el rescate es un proceso largo, que no corresponde a un solo actor ni a un solo tiempo, que requiere de colaboración colectiva y continuidad administrativa. Y planear en consecuencia. Empezando por conocer quién está trabajando al respecto, para poder sumar. Transparentando la información de quienes desde el gobierno o la academia se dicen activos, pero pocos sabemos de qué forma, si invirtiendo recursos, produciendo investigación, realizando monitoreo o desarrollando tecnologías. Habilitando un espacio de vinculación que urge para trascender los esfuerzos dispersos, truncos y fallidos, donde podamos poner sobre la mesa las dificultades encontradas.
Quizá también tenemos que dejar de ver al río de la manera que nos ha llevado a tenerlo como lo tenemos y empezar a verlo de un modo que nos permita tenerlo como lo queremos. Como espacio cultural y epicentro de vida biológica, que al ser cuerpo de agua, y dado el ciclo hidrológico, puede quedar limpio si se suspende la fuente de contaminación. Verlo como lo que siempre lo ha sido pero dejamos de ver hace siglos, cuando detrás del romántico mito del marqués benefactor quedaron ocultos los dilemas e intereses encontrados. Contaminadores ligados al poder político que, negándose a dejar de contaminar, prefirieron optar por un sistema artificial que resolvió en lo inmediato pero sentó una condena para el futuro. Pobladores que, en la comodidad de la conducción de aguas limpias para sus casas y comercios, aceptaron una decisión sin la cual hoy por hoy no tendríamos problema. Un dilema que parece seguir vigente entre la tentación de entubar y la intención de recuperar el río Querétaro.
Quien no conoce su historia, dicen…
* Recopilación histórica basada en revisión de archivos y consulta de investigaciones académicas