Siempre habrán flores para aquel que quiera verlas.
Henri Matisse
Las flores han acompañado milenariamente al ser humano –como también lo han hecho sus fantasmas–. Su presencia aferrada, casi ubicua, ha demostrado una notable capacidad para evocar sensaciones y sentimientos, para despertar ritos o para simplemente aderezar la existencia. Pero por más que hayamos intimado históricamente con ellas, su diversidad es tal que quizá jamás dejen de sorprendernos.
La flor de cristal (Diphylleia grayi ), también llamada flor esqueleto, es un ejemplo perfecto de esto último. Originaria de regiones montañosas de Japón y China, presume una insinuante cualidad: al contacto con el agua se vuelve translucida; posteriormente, cuando se seca, recobra su cobertura blanca. Esta elegante dinámica le ha valido, entendiblemente, un lugar especial en el imaginario floral.
Las Diphylleia grayi alcanzan alrededor de 40 centímetros de altura, y además de la blancura o transparencia de sus flores, destacan por la amplitud de las hojas, en forma de paraguas, que rodean sus tallos.
Como suele suceder con las alhajas más preciadas de cualquier tesoro, la flor de cristal está particularmente resguardada –ya que solo crece en zonas de frío extremo–, lo cual dificulta tener un encuentro con ella. Pero más allá de que la mayoría de nosotros tal vez dejaremos este mundo sin haber entrado en contacto con una Diphylleia grayi, su sola existencia, aún distante, es un hermoso recordatorio: la naturaleza alcanza grados de exquisitez casi inconcebibles y, generosamente, nos ofrece su inabarcable repertorio de delicias.
Nosotros, los seres humanos, compartimos el camino con flores y fantasmas, con auroras boreales o insinuantes formaciones rocosas; a cambio, solo tenemos que abrirnos a percibirlas y, entonces, la vida no será la misma. Somos afortunados.