El mar puede ser del azul más cristalino, pero también de un rojo encendido o un verde viscoso. Y en sus profundidades se convierte en un inhóspito sitio para los sentidos, pues ahí no llega el sol: los colores se anulan y permanece sólo el negro más lúgubre –con la excepción de los destellos de luz de sus habitantes–.
La razón de este cromatismo oceánico puede explicarse mediante la ciencia, ya que las tonalidades que adquieren las aguas del mar son consecuencia de factores tanto físicos como biológicos. Pero también puede explicarse con poesía, como lo hizo Rachel Carson, la enérgica pionera del movimiento ambiental.
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Esta mujer fue prófuga de los convencionalismos. Para hablar de la destrucción ambiental en la década de los años 50 del siglo pasado –cuando nadie más lo hacía–, Carson escribió un peculiar ensayo que empezaba a manera de cuento, titulado Silent Spring. Así pretendía llamar la atención sobre un problema que sigue vigente, aún más ahora que entonces, y proclamar que la verdadera riqueza está en la Tierra.
Pero algunas décadas antes, Carson había trabajado para el gobierno estadounidense en la primera agencia de conservación ambiental fundada en aquel país. Fue entonces cuando le pidieron un informe para el el U. S. Bureau of Fisheries, que por su estilo poético y literario fue inservible para el frío mundo de la burocracia. No obstante, el pequeño texto se convirtió en un ensayo titulado Undersea, publicado en Atlantic Monthly en 1937, y que más tarde sería la base para el libro The sea around us.
Con una imaginación desbordada, esta alquimista fusionó ciencia, poesía, literatura y política en un esplendoroso lenguaje, el cual logra quizá lo que Carson más deseaba: despertar curiosidad y empatía por esos mundos que nos rodean: por sus criaturas, sus ineludibles fenómenos e incluso por su estética gama cromática.
Rachel Carson explicó así, en The sea around us, el por qué del azul del mar (ese lugar de leyes inexorables):
Para los sentidos humanos, el patrón más obvio de las aguas superficiales está indicado por el color. Las aguas azules y profundas del mar abierto, lejos de la tierra, son el color del vacío y la esterilidad; las aguas verdes de las zonas costeras, con todos sus matices variados, son el color de la vida. El mar es azul porque la luz del sol se refleja en nuestros ojos desde las moléculas de agua o desde diminutas partículas suspendidas en el mar. En el viaje de los rayos de luz hacia el agua profunda, todos los rayos rojos y la mayoría de los rayos amarillos del espectro han sido absorbidos, de modo que cuando la luz vuelve a nuestros ojos, son principalmente los fríos rayos azules lo que vemos. Donde el agua es rica en plancton, pierde la transparencia vítrea que permite esta penetración profunda de los rayos de luz. Las tonalidades amarilla, marrón y verde de las aguas costeras se derivan de las diminutas algas y otros microorganismos tan abundantes allí. La abundancia estacional de ciertas formas que contienen pigmentos rojizos o marrones puede causar el “agua roja” conocida desde tiempos remotos en muchas partes del mundo, y tan común es esta condición en algunos mares cerrados que le deben sus nombres: el mar Rojo y el mar Vermilion son ejemplos.
En la reflexión de Carson, los colores son un lenguaje del mar: ellos nos transmiten mensajes de vida. Porque los colores son, de hecho, un reflejo de vida, proveniente del fitoplancton, del plancton o de cualquier otro ser cuyos pigmentos se reflejen en nuestros ojos.
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En cambio, la profundidad del mar es un sitio inhóspito, por lo menos para nosotros. Pero Carson estaba segura de la exquisitez de vida que ahí se alojaba, en ese lugar “divorciado del mundo”, como lo describe. Una vez que se desciende a esa zona fótica, más allá de los 700 metros, se pierde el contacto con la luz.
Cuando los verdes se desvanecen, a 1,000 pies sólo queda un azul profundo, oscuro y brillante. En aguas muy claras, los rayos violetas del espectro pueden penetrar otros 1,000 pies. Más allá de esto, sólo está la negrura del mar profundo.
Ahora, una explicación más científica y menos poética:
El ojo humano contiene células que detectan radiaciones electromagnéticas de cierta longitud de onda, las cuales corresponden a los distintos colores que vemos en el arcoíris. El agua absorbe mejor la luz de las longitudes de onda más largas, es decir, rojas, naranjas, amarillas y verdes.
Sólo resta el azul, que al ser de una longitud más corta es menos absorbido por las moléculas, y por lo tanto llega más profundo en el mar, convirtiéndose así en el color predominante.
Ahora, lo que se sabe sobre el color de los océanos y las investigaciones al respecto están llevando a algo que a Carson le habría alegrado: la recopilación de datos vía satelital que están ayudando a los científicos entender los efectos del cambio climático y sus posibles soluciones.
Porque, por cierto, el cambio climático está amenazando también los colores del mar, pues está poniendo en riesgo a la población de fitoplancton (el mayor productor de oxígeno del planeta y culpable de los mares turquesas). Esto es algo más contra lo cual luchar… si se quiere, de maneras tan poéticas como Rachel Carson.