Conforme avanza la tecnología, parece que la frontera entre realidad y ficción se diluye más y más. ¿Sabías que ahora pueden vigilar tu desempeño en el trabajo midiendo tus niveles de energía? Como en la novela 1984, de George Orwell, pero un poco más escalofriante, ¿no?
Y eso no es nada: nuestra sociedad se está volviendo más “orwelliana” que las propias sociedades ficticias –y distópicas– de Orwell.
Recientemente Amazon patentó un brazalete con un “rastreador ultrasónico” integrado, el cual hace posible monitorear el desempeño de los trabajadores a partir del movimiento de sus manos. Mientras tanto, decenas de softwares registran los sitios web que los empleados visitan, así como el número de veces que teclean, y los chips que se insertan en la piel pueden enlazarse fácilmente con el GPS de los teléfonos para poder rastrear la ubicación de las personas incluso fuera del espacio de trabajo.
Aunque quizá uno de los métodos más terroríficos es el que algunas empresas chinas han implementado en los últimos meses: la vigilancia cerebral, que consiste en cascos y sombreros capaces de leer las ondas cerebrales y detectar el cansancio, el estrés e incluso el estado anímico de los trabajadores.
Pero más allá de toda esta distópica tecnología para la vigilancia, hay algo que puedes tener por seguro: en este preciso momento, alguien está viendo sobre tu hombro –o quizá te ve directamente a través de la webcam de tu computadora–. Al mismo tiempo, un algoritmo está descifrando tus gustos en moda o en música, utilizando tus conversaciones en línea para saber tus preferencias.
Hoy en día, nadie escapa a la vigilancia.
Pero, ¿esto debe ser aceptado? Y nuestra privacidad, ¿dónde queda?
Bajo la excusa de “incrementar la productividad” o de “hacer nuestra vida más fácil” se nos ha vendido la idea de que la omnipresente vigilancia es necesaria, y la hemos normalizado. Se nos dice que no es coerción, sino “retroalimentación”: que ayuda a empresas –y a empleados– a crecer y dar un mejor servicio. O también, que es “una ventaja” para nosotros, porque nos hará más fácil encontrar los productos que queremos.
Como sea, no se trata de volvernos esquizofrénicos tecnológicos; pero lo cierto es que las leyes respecto a la vigilancia son muy laxas, y se quedan cortas respecto a los avances tecnológicos –la mayoría de las leyes laborales sólo hacen énfasis en la vigilancia a través de cámaras, si es que mencionan algo respecto a esta práctica–l.
Pero ante esta disolución entre realidad y ficción, también vemos diluirse la diferencia entre lo que es admisible y lo que no lo es. Ahora soportamos que nos vigilen incluso fuera del trabajo, y nos quedamos perplejos ante la venta de información que Facebook ha hecho para influir en las decisiones políticas de los electores de varios países.
Lo más grave de la tecnologización de la vigilancia es la deshumanización: el control y aumento de la productividad lleva a tratos inhumanos para los empleados, sometiéndolos a una permanente amenaza de sanción o despido que tiene graves consecuencias para la salud –producto del incremento del estrés–. Además, las métricas que surgen de los análisis proporcionados por cámaras, sensores y chips se convierten en lo más importante, dirigiendo todas las capacidades humanas individuales a un solo objetivo: aumentar la productividad.
Así, a través de esta exacerbación de la vigilancia y el espionaje se niega la creatividad, la intuición y todo factor humano. Cometer un error se vuelve inadmisible.
Necesitamos una sociedad menos orwelliana, es decir, menos basada en la coerción y más tendiente a la libertad, donde se fomente la confianza por encima de la sospecha. Por suerte ya existen servicios de vigilancia menos intrusivos, que mejoran la eficiencia y la productividad de las empresas a través de métricas generales sin tener que acudir al espionaje de cada empleado ni a la violación de su privacidad, lo cual, sin duda, ya es un primer paso.
Pero seguir cuestionándonos sobre los límites de la vigilancia será esencial para el futuro: por ejemplo, sobre cuáles deben ser sus usos permitidos, y qué métodos alternativos pueden mejorar las dinámicas laborales para que –más temprano que tarde– podamos prescindir de la omnipresente y nociva vigilancia tecnológica.