Los pueblos, como las personas, pueden tener heridas. Si éstas no se cuidan ni se dejan cicatrizar, comienzan a infectarse y supurar. O pueden, incluso, volver a abrirse. Pero la diferencia fundamental entre una herida individual y una colectiva es que las heridas colectivas pueden acumularse y volver a abrirse una y otra vez, con cada pequeña provocación.
Ese es el caso de los pueblos que fueron conquistados por las potencias económicas europeas y que fueron arrasados por éstas, o de los países que resultaron más afectados durante las diversas guerras y contra cuya población se cometieron terribles crímenes. Las heridas de estos pueblos siguen abiertas, y de ellas suele supurar un odio y un rencor que permean la convivencia social.
La manera intempestiva en la que el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, solicitó el día de ayer una disculpa al rey de España, Felipe VI, no podía sino provocar polémica. No obstante, las disculpas públicas no son nada nuevo.
¿Podemos sanar colectivamente?
Las heridas colectivas que los procesos sociales más violentos han provocado se abren cada vez que hay un acto de racismo, xenofobia o chovinismo, sea éste colectivo o individual. Estos códigos de comportamiento son la expresión colectiva de un rencor que heredamos y que ha pasado de generación en generación. Pero no a través del código genético, sino de las instituciones educativas y religiosas, de los medios de comunicación, de la familia y de muchos otros dispositivos sociales. La aversión persiste porque jamás ha conocido una disculpa o un sincero arrepentimiento, ni mucho menos una auténtica voluntad por reparar el daño.
Dicho esto, ¿la base para dar inicio a nuevas relaciones –no sólo entre naciones sino entre los individuos– podría estar, quizás, en reconocer públicamente las heridas y disculparse por los agravios cometidos? Los pueblos también pueden tener empatía, y un pueblo empático tendría relaciones sociales más solidarias y sanas. Pero si antes no sanamos los agravios colectivos no podemos perdonar, y sin perdón no desaparecerá el rencor.
El papa Francisco pidió disculpas por los crímenes de la Inquisición que lleva siglos desaparecida, y también por la conquista de América Latina, mientras que el gobierno de Angela Merkel pidió disculpas a nombre del pueblo alemán por los crímenes cometidos en la segunda guerra mundial. También Barack Obama pidió disculpas ante los japoneses afectados por la bomba atómica que Estados Unidos lanzó sobre Nagasaki e Hiroshima.
Más allá de toda disculpa siempre habrá deudas pendientes, muchas de ellas impagables, otras irreparables. Pero en el simple acto de pedir perdón subyace el reconocimiento del otro –o de los otros–, de los daños provocados y de la voluntad por dar inicio a algo más que una mejor diplomacia. Una disculpa pública puede ser el comienzo de una mejor convivencia colectiva, más empática, más solidaria y menos rencorosa y conflictiva.
Estamos hechos de memoria
Los individuos no somos inmunes a nuestro pasado. En realidad, éste nos sigue acechando y subyace a las formas en las que nos relacionamos. Subyace a nuestra identidad, que sólo puede desentenderse de su pasado a costa de sí misma. Reconocer esto implica asumirnos no sólo como seres sociales, sino como sujetos históricos. Somos memoria.
En el caso de México, no habría que olvidar que la conquista española fue el acto fundacional de la identidad mexicana. ¿Qué tan profunda no será la herida, si es tan primigenia? Quizá por eso no es tan descabellado pedir una disculpa, pese a los siglos de distancia que nos separan de la Conquista, y pese a que esto no determina por completo la mexicanidad.
Además, la disculpa solicitada por el presidente de México al rey de España restituiría su lugar a los pueblos originarios, por lo menos en el imaginario colectivo, así como su dignidad. Por supuesto, faltaría resarcir los agravios del presente, pero por algo se tiene que empezar.
Por ello, una disculpa pública quizá pueda ser –y lo ha sido en el pasado– el comienzo de una cicatrización de las heridas, misma que ayude a sanar la convivencia cotidiana y nos haga fortalecer los lazos con otras identidades y sus respectivas tradiciones, sin traer a colación el rencor por lo que nuestros antepasados hayan hecho o dejado de hacer.
De esta forma, quizá podamos hacer las paces con el pasado y celebrar la diversidad inherente al ser humano y a sus expresiones culturales.
* Imagen principal: Mitch Frey