Detrás de tu gadget descompuesto, o de la bombilla fundida de tu habitación, se encuentra la obsolescencia programada: una vil planificación que pone fecha de defunción a muchos de nuestros productos, y que incentiva el consumismo de manera voraz.
Todo empezó como una justificación para salir de la gran depresión durante los años 30 del siglo XX, cuando el agente inmobiliario Bernard London elaboró el concepto de “obsolescencia programada”, es decir: una programación consciente que determina la vida útil de un producto. En aquel entonces, los empresarios lo aplicaron a las bombillas. Éstas duraban mucho más tiempo del que ahora estamos acostumbrados.
Existe una bombilla en California que lleva prendida más de 100 años. En el 2015 le hicieron la “fiesta del millón”, en honor al millón de horas que lleva irradiando luz.
Esto cambió, y los fabricantes de bombillas comenzaron a hacer productos que no alcanzaban las mil horas. Pero la obsolescencia programada no se limita a las bombillas. Ahora que la tecnología se ha posicionado en nuestra vida como un must, la obsolescencia ha alcanzado niveles realmente obscenos. Hemos visto ejemplos de ella en decenas de gadgets y herramientas, por ejemplo:
Los iPods
Sus baterías dejaban de funcionar justo pasada la garantía. Como era imposible repararlo, había que comprar uno nuevo.
Las impresoras
Los fabricantes colocan al interior de las impresoras una esponja que absorbe la tinta sobrante de cada impresión. Cuando ésta se llena, la impresora deja de funcionar. En el servicio técnico, invariablemente, sugieren comprar una nueva.
Las medias
Éstas eran hechas de nylon, lo que las hacía casi indestructibles, o por lo menos más durables, como cualquier prenda. La marca DuPont rediseñó el material para hacerlo más frágil y elevar sus ventas.
Pero las empresas han ido más lejos todavía: no sólo programan los productos sino, a veces, también nuestras mentes. Esta es la obsolescencia del deseo: la caducidad que nosotros ponemos a la ropa, a los celulares o a los automóviles, que cambiamos irresponsablemente cada año o menos.
Esto tiene gravísimas consecuencias ecológicas, pues la basura que genera este esquizofrénico consumo está inundando hectáreas enteras de territorio: en el 2014, la chatarra producida ocupaba lo mismo que dos veces la distancia entre Tokio y Nueva York, y sólo se recicló el 17%. A esto se suma la basura orgánica que se desecha por la obsolescencia alimentaria, es decir, la fecha de consumo preferente, que es una caducidad engañosa, no basada en la integridad de las virtudes nutritivas y sanitarias reales de la comida.
¿Qué hacer, además de enfurecernos?
Imágen: Christopher Dombres
La obsolescencia programada no se resolverá sólo con el avance de tecnologías de reciclaje, ni a partir de economías circulares (y tampoco sólo con nuestra furia). Debemos comprender que ningún recurso es infinito y que, por ende –aunque exista el reciclaje–, debemos consumir a tono con ello y ser resilientes.
Modificar nuestros hábitos de consumo es, por ello, primordial: no dejarnos llevar por el banal deseo del consumo, y buscar comprar productos cuya obsolescencia no esté programada. Para esto, es bueno apoyar las economías locales y comprar productos artesanales de los cuales podamos saber su procedencia. Si sumamos a esto las compras de segunda mano –para darle una segunda vida a los productos que los demás ya no ocupan– estaremos aportando mucho a la lucha contra la obsolescencia programada, uno de los más viles residuos del capitalismo.
*Imágen principal: Tumblr gepflanzteobsoleszenz